Canjillones del Pito (Costa Rica)

En tiempos muy remotos, cuando los españoles no habían llegado todavía a estas tierras, los indios que subían de la costa de los Quepos a las serranías de Dota por la larga loma del Pito sólo podían hacerlo ensartados en filas de diez a veinte, bien amarrados con bejuco real y el encanto los llevaba cuesta arriba sin ningún trabajo para ellos. Pero también, cada vez, desaparecía uno sin que los demás se pudieran dar cuenta de cuándo ni cómo; y este era el modo como se pagaba la temida subida.
Esta gran calamidad duraba desde muchísimos años, y el camino del Pito se hacía cada vez más hondo y más angosto por el modo que tenían de recorrerlo siempre asi en largas sartas, cuando un padre misionero muy santo salió de Cartago montado en una bonita muía, yendo a la conquista de los indios. Y al bajar por el Pito encontró el Encanto que había tomado la forma de un chompipe y que no quería quitarse del camino. Entonces el padre muy bravo bajó de su muía y amarró el chompipe con su cordón bendito y lo llevó cuesta abajo hasta llegar al Alto de los Cotos. Allí lo amarró de un gran palo al que echó una bendición y le dijo que así quedaría hasta el juicio final. Y desde entonces no volvió nunca el Encanto a molestar a la gente.
Sólo un tal don Pedro Cascante, que tenía una hacienda grande de muías y ganado en los bajos del Calicanto, se dejó llevar de su codicia y por ella perdió su alma.
Cascante se había hecho muy rico sacando hasta San Marcos el buen queso, más apetecido aun que el de Bagaces, que hacía en su finca, junto con muchos otros productos. Pero cuanto más aumentaban sus caudales tanto más crecía la avaricia de don Pedro. Un día que subía la pesada cuesta de los Godínez una mula se le desapareció de repente. Entonces él saltó de su caballo y espada en la mano corrió por el monte hasta que llegó a un llano, donde encontró a un hombre desensillando la mula que acababa de extraviársele. Cascante se puso muy bravo y a todo trance quería pelear con el ladrón. Pero éste le decía:
“No peleemos amigo; deja mejor tu espada y que te vende los ojos; entonces me seguirás a mi casa donde te daré el peso de tu mula en oro o plata”.
Por fin, el robado consintió en seguir al ladrón, vendado, pero con su espada. Y al poco tiempo se le cayó la venda y se encontró en una casa grande, llena de oro y plata. El ladrón, que no era sino el Encanto, le dio licencia para llevarse todo lo que quiso y Cascante cargó todas sus mulas con oro y plata.
Y desde entonces siguió Cascante teniendo frecuentes relaciones con el Encanto, y hasta la viejita su mujer participó de los beneficios de la conexión. Pues se le vio cogiendo las dantas para que condujeran su carga de plátanos hasta la casa amarrando con un delgadito bejuco las fieras del monte y castigándolas con un bordón cuando no se mostraban dóciles(1). Don Pedro sólo viajaba de noche en una gran muía negra y acompañado con un perro del mismo color. Los ojos de ambos animales echaban chispas en la obscuridad y sus cuellos estaban adornados con bulliciosas campanillas. Y de susto grande todos los que los encontraban en el camino se arrodillaban y rezaban; y entonces se apagaba la bulla de las campanillas como por encanto y el nocturno jinete gritaba: ¡Hola, muchachos, no se asusten que yo soy Cascante! Una vez que había pasado empezaba de nuevo la bulla y corría la cabalgata tan de prisa que salidos a las 9 h. p.m. del Calicanto a las 3 a.m. llegaban a San Marcos.
Cuando murió Cascante sus deudos pusieron una candela en el ataúd, pero él resucitó por tres veces. La cuarta vez pusieron muchas luces y se durmieron. Al despertar se encontraron sumidos en la obscuridad y con el ataúd vacío. El Encanto, que no es sino el mismo diablo, se había llevado a don Pedro.

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