Penteo (Griega)
De
Tebas era oriundo Baco o Dioniso, hijo de Zeus y de Sémele, nieto de Cadmo; el
dios de la fecundidad, el creador de la vid. Educado en la India, no tardó en
abandonar a las ninfas que le cuidaran y lanzarse a recorrer tierras para
instruir a todos los hombres en el arte de elaborar el vino que alegra el
corazón, y fundar el culto a su divinidad. Se mostraba tan bondadoso con sus
amigos como severo con los que se negaban a tributarle adoración, a los cuales
castigaba duramente. Su fama hebía penetrado ya en todas las ciudades de Grecia
y llegado hasta el lugar de su cuna, Tebas. Pero allí reinaba Penteo, a quien
Cadmo traspasara su reino, hijo de Equion, brotado de la tierra, y de Agave,
hermana de Baco por parte de madre. Penteo despreciaba a los dioses y de modo
especial a Dionisos, pariente suyo.
Cuando
el dios se acercaba con su bullicioso séquito de Bacantes para revelarse como
olímpico al rey de Tebas, éste no quiso prestar oídos a las advertencias del
vidente Tiresias, ciego y anciano; y cuando le informaron de que salían en
tropel de la ciudad hombres, mujeres y doncellas para ir a honrar al nuevo
dios, púsose a increparles airadamente:
—¿Qué
locura os ha trastornado, tebanos hijos del dragón, para que os venza una débil
comitiva de orates y mujeres beodas, vosotros a quien jamás asustaron las
espadas homicidas ni el clamor de las trompetas? Y vosotros, fenicios, venidos
de tan lejanas tierras a través de los mares, que habéis fundado una ciudad en
honor de vuestros antiguos dioses, ¿habéis olvidado de qué raza de héroes
descendéis? ¿Vais a tolerar que un mu-chachuelo inerme conquiste Tebas, un
mancebo afeminado cuyo cabello rezuma bálsamo, cuya corona es una guirnalda de
hojas de parra, que viste oro y púrpura en vez de acero, incapaz de gobernar un
corcel y que rehuye toda guerra y toda pendencia? ¡Si queréis recobrar el
juicio, nada me costará forzarle a admitir que es un hombre como yo mismo, que
Zeus no es su padre y que todo este aparato divino es falsedad e impostura!
Luego,
volviéndose a sus servidores, ordenóles que apresaran a los fautores de aquel
nuevo frenesí dondequiera los hallasen, y les cargaran de cadenas.
Los
amigos y parientes del Rey se amedrentaron ante aquella orden tan desaforada;
su abuelo Cadmo, de edad muy avanzada, pero aún en vida, sacudió la cabeza
desaprobando la actitud de su nieto. Pero las advertencias no lograron sino
aguijonear la furia de éste y hacerle atrepellar todos los obstáculos, como río
furioso al chocar contra un dique.
Entretanto,
los criados volvieron con las cabezas ensangrentadas.
—¿Dónde
tenéis a Baco? —gritóles airado Penteo.
—A
Baco —respondieron— no le hemos visto en parte alguna. En cambio, aquí traemos
a un hombre de su séquito. Parece que no ha mucho tiempo que está con él.
Penteo
miró fijamente al prisionero con ojos enfurecidos y exclamó al cabo:
—¡Criatura
de la muerte!, pues vas a morir aquí mismo para ejemplar advertencia a los
demás. Dime, ¿cuál es tu nombre y el de sus padres y cómo se llama tu país? Y
dime también por qué profesas estos cultos nuevos.
Desenvuelto
e impávido respondió el interpelado:
—Mi
nombre es Acetes; mi patria, Meonia; mis padres, de humilde condición. Mi padre
no me dejó en herencia campos ni rebaños; no me enseñó sino el arte de pescar,
ya que esta habilidad era toda su riqueza. Pronto aprendí también a gobernar
una nave, a conocer los astros guiadores, los vientos y los puertos bien
situados, y me dediqué a practicar la navegación. Un día en que hacía vela
hacia Délos, llegué a una costa desconocida en la que anclamos. De un salto me
planté sobre la húmeda arena y pasé la noche en la playa, sin mis compañeros.
Al siguiente día me levanté con la aurora y me subí a una colina para ver qué
nos brindaba el viento. Entretanto, mis compañeros habían desembarcado también
y al regresar yo al barco los encontré que se llevaban con ellos a un
jovenzuelo que habían raptado en la desierta playa. El mozo, de belleza
virginal, parecía aturdido bajo los efectos del vino, caminaba tambaleándose
como en sueños y les seguía con gran dificultad.
»Al
considerar yo de más cerca su aspecto, porte y movimientos, parecióme como si
en su persona se revelase algo su-praterreno.
»—Ignoro
aún qué dios hay en este joven —dije a mis camaradas—; pero sí doy por seguro
que en él habita un dios.
»—Quienquiera
que seas —seguí diciendo—, muéstrate propicio con nosotros y activa nuestro
trabajo. ¡Perdona también a los que te han raptado!
»—¿Qué
te pasa? —gritó otro—. ¡Déjate de súplicas!
»Y
también los demás se burlaron de mí, ofuscados por la codicia y sujetaron al
mozo para arrastrarle al barco. En vano traté yo de oponerme; el más joven de
la banda y además el más fuerte, un asesino escapado de una ciudad tirrena, me
cogió por el cuello y me arrojó fuera; y me habría ahogado en el mar a no
agarrarme a las jarcias.
«Mientras,
el joven permanecía como sumido en profundo sueño a bordo de la nave donde le
habían conducido. De pronto, como despertando al griterío y desaparecidos los
efectos de la embriaguez, cobró ánimo y, avanzando entre los marineros, exclamó
:
»¿Qué
ruido es éste? Hablad, hombres, y decidme cómo he venido aquí. ¿Adonde queréis
llevarme?
»—Nada
temas, muchacho —respondióle uno de aquellos falaces marinos—; dinos el puerto
adonde deseas ser conducido; te prometo que te dejaremos en el lugar que
quieras.
»—Bien,
entonces —dijo el joven—, poned proa hacia la isla de Naxos; allí está mi patria.
»Los
impostores se lo prometieron por todos los dioses y me ordenaron alzar la vela.
Naxos se encontraba a nuestra derecha.
Al
desplegar yo las velas del modo debido, ellos se ponen a hacerme guiños y a
murmurarme:
»—Loco,
¿qué haces? ¿qué demencia te coge? ¡Navega hacia la izquierda!
«Yo,
admirado, no les comprendía.
»—¡Que
otro se haga cargo del gobierno de la nave!—dije, apartándome.
»—¡Como
si la suerte de nuestro viaje dependiese de ti solo! —increpóme un rudo
compañero, que se hizo cargo de la maniobra.
»Así,
apartándose de Naxos, pusieron proa en dirección opuesta. Con burlona sonrisa y
como si hasta entonces no se diera cuenta del engaño, el divino mancebo
contemplaba el mar desde popa, y al cabo de un tiempo dijo con voz lacrimosa:
»—¡Oh,
marineros, me prometisteis conducirme a Naxos!; ¡no es éste el país que había
solicitado! ¿Os parece bien engañar de este modo a un niño, vosotros, hombres
ya hechos!
«Pero
la impía banda, burlándose de sus lágrimas y las mías, continuó remando a toda
prisa.
«De
repente, como varado en seco en una rada, detúvose el barco en medio del mar.
En vano los remos barrían las aguas, en vano izaban la vela y redoblaron sus
esfuerzos. La yedra empieza a enredarse en los remos, a trepar serpenteante a
bordo; ya el color de sus racimos se destaca sobre las velas. El propio Baco
—pues él era— está allí majestuoso, coronada la frente de espesos racimos y
agitando el tirso recubierto de hojas de parra. Tigres, linces, panteras
aparecen a sus pies; un aromático chorro de vino fluye por el barco. Entonces,
los hombres se levantan atemorizados, presa de miedo y desvarío. Al primero que
quiso gritar retorciéronsele la boca y la nariz hasta convertirse en un hocico
de pez; y a los restantes les había sucedido lo mismo antes de que tuviesen
tiempo de advertirlo; sus cuerpos se inclinaron y cubrieron de azules escamas,
la espina dorsal se les curvó, los brazos se encogieron hasta convertirse en
aletas, los pies se les juntaron para formar una cola. Todos se habían
transformado en peces que, saltando al mar, se hundían en las olas y volvían a
la superficie. De los veinte yo sólo había quedado, si bien temblaban todos
mis miembros y a cada instante esperaba sufrir la misma metamorfosis. Pero Baco
me habló amigablemente, puesto que yo me había mostrado bueno con él.
»—No
temas —me dijo—, y guíame a Naxos.
»Y
cuando hubimos llegado, me consagré a Baco y al culto de sus misterios.
—Demasiado
tiempo llevamos ya escuchando su charla —gritó en este punto el rey Penteo—.
¡Prendedle, servidores, atormentadle con mil suplicios y enviadle a la noche de
la Estigia!
Los
criados obedecieron y arrojaron al marino encadenado a un profundo calabozo.
Pero una mano invisible le libertó.
Había
empezado entretanto la celebración de la fiesta báquica. La propia madre de
Penteo, Agave, así como sus hermanas, habían participado en el delirante
culto. El Rey mandó por ellas y dispuso que todas las bacantes fuesen
encerradas en la cárcel de la ciudad; pero también ellas, sin auxilio de ningún
mortal, viéronse libres de sus ligaduras; las puertas de la prisión se les
abrieron y ellas se dispersaron por los bosques, ebrias del báquico delirio.
El
criado que había sido enviado con la misión de prender al dios a mano armada,
volvió completamente atónito, contando que aquél se había ofrecido,
voluntariamente y con la sonrisa en los labios, a ser encadenado. Y allí estaba
ahora preso ante el monarca, el cual no podía por menos de admirar su juvenil y
divina belleza. Y con todo persistía en su obcecación, y le trataba como un
impostor que había usurpado el nombre de Baco. Mandó se cargase de cadenas al
dios cautivo y se le guardase en un oscuro calabozo situado en la parte más
remota y profunda de su palacio, junto a las caballerizas. Pero a la voz del
dios un terremoto hendió los muros y sus ataduras se esfumaron. Indemne y
majestuoso más que nunca volvió en medio de sus adoradores.
Un
emisario tras otro se presentaba ante el rey Penteo para comunicarle las
maravillas que realizaban los coros de las exaltadas mujeres, guiadas por su
madre y sus hermanas. Bastaba con que su vara golpease la roca para que al
instante brotase de ella agua o ardiente vino; a su conjuro fluía leche por los
arroyos y de los troncos huecos de los árboles manaba miel.
—¡Sí
—añadió uno de los mensajeros—, de haberte hallado presente, ¡oh Señor!, y
visto con tus ojos al dios del que abominas, te habrías prosternado ante él y
dirigídole tus súplicas!
Penteo,
cada vez más enfurecido, envió entonces a todos sus guerreros pesadamente
armados, a todas las fuerzas de caballería y a toda la infantería ligera,
contra el exaltado ejército femenino. Volvió a presentarse Baco en persona ante
el Rey, en calidad de diputado de sí mismo. Ofrecióle presentarle a las
bacantes desarmadas con la sola condición de que el Rey se vistiese de mujer,
para evitar que ellas le despedazasen, por ser hombre y no estar iniciado. De
mala gana y no sin natural recelo aceptó Penteo la proposición; al fin siguió
al dios hasta el ara de los sacrificios. Pero en cuanto salió de la ciudad,
acometióle la locura que el dios poderoso le enviara. Parecióle como si viera
dos soles, una Tebas doble, y dobles también cada uno de sus portales. Baco se
le representaba como un toro de grandes cuernos que caminaba delante de él. A
pesar suyo sentíase también él dominado de báquica exaltación; pidió un tirso y
cuando se lo dieron echó a correr con loco frenesí.
Llegaron
todos a un valle profundo, de abundantes fuentes y sombreado por muchos pinos,
donde unas sacerdotisas de Baco elevaban sus himnos al dios mientras otras
revestían de yedra sus varas. Pero los ojos de Penteo estaban heridos de
ceguera, o tal vez su conductor Baco había sabido disponer las cosas de modo
que no se diese cuenta de la asamblea de las extasiadas mujeres. Entonces, el
dios, con su mano que alcanzaba alturas desmedidas, sujetó la copa de un pino y
doblándola hasta el suelo como se dobla una rama de sauce, puso encima al
demente Penteo y soltó cuidadosamente el árbol de modo que volviese poco a poco
a su posición natural. Como por milagro quedó el Rey sentado en la cima,
apareciendo de pronto como clavado en ella, sin que viese a las bacantes abajo,
en el valle. Y he aquí que Dionisos alzó la voz en dirección al valle:
—¡Muchachas!
Ved ahí al que se mofa de nuestras santas ceremonias. ¡Castigadle…!
Calló
el éter, ni una hoja se movía en el bosque, no se oía ni un grito de animal
selvático. Las bacantes, incorporáronse y abrieron de par en par los ojos al
percibir el eco de la divina voz que resonó por dos veces. Reconociendo la palabra
de su señor, precipitáronse hacia él rápidas como palomas: una salvaje
exaltación enviada por el dios las llevó a través de los crecidos torrentes del
bosque hasta que finalmente se aproximaron lo bastante para ver a su señor y
perseguidor en lo alto de la copa del pino. Al momento comenzaron a volar
guijarros, ramas arrancadas y tirsos contra el infeliz, sin alcanzar la altura
donde él, temblando, se cernía. Finalmente ellas, valiéndose de resistentes
palos de roble, excavaron el suelo en torno al árbol hasta sacar a luz las
raíces, y Penteo se precipitó desde las alturas junto con el pino derribado. Su
madre Agave, cegada por el dios, con objeto de que no reconociera a su hijo,
dio la primera señal de la inmolación. El terror había devuelto al Rey la
lucidez mental.
—¡Madre!
—exclamó, abrazándola—, ¿no conoces ya a tu hijo, tu hijo Penteo, a quien diste
la vida en la casa de Equion? ¡ Ten piedad de mí, no seas tú, madre, la que
castigue las culpas de tu propio hijo!
Pero
la enajenada bacante, llena de espuma la boca, desencajados los ojos, no veía
a su hijo Penteo, sino que creyó contemplar en su persona a un león salvaje; y
así, cogiéndolo por el hombro, arrancóle del tronco el brazo derecho. Las
hermanas le desgarraron el izquierdo, y toda la furiosa banda, abalanzándose
sobre él, destrozó los miembros de la víctima. La propia Agave, agarrando con
ensangrentadas manos la cabeza, creyéndola de un león, clavóla al extremo de un
tirso y la paseó por los bosques de Citerón.
De
este modo vengóse el poderoso dios Baco del que había despreciado su divino
culto.
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