Pélope (Griega)
En
la misma medida en que el padre ofendiera a los dioses, honrábalos el hijo,
Pélope, con santa piedad. Enviado ya Tántalo al Infierno, vióse Pélope
desposeído de los paternos dominios por el rey de la vecina Troya en el curso
de una guerra, por lo cual emigró a Grecia. Apenas el bozo apuntaba en el
rostro del adolescente y ya él se había escogido una esposa, Hi-podamía, la
hermosa hija del rey Enomao de Elide. Era premio de un combate nada fácil de
ganar. El oráculo había profetizado a su padre que moriría si su hija se
casaba; por eso el asustado monarca acudía a todos los medios para alejar de
ella a los pretendientes. Mandó pregonar por todos sus Estados que únicamente
quien le superase en las carreras de carros obtendría en matrimonio a su hija;
pero pagaría con la vida el que fuese derrotado por el rey.
La
competición tuvo por punto de partida Pisa, siendo la meta el altar de
Poseidón, en el estrecho de Corinto. En cuanto a la hora de la partida, la
estipuló el padre de la manera siguiente: empezaría él sacrificando con toda
calma un carnero a Zeus, mientras el pretendiente partía sobre una cuadriga; él
no comenzaría la carrera hasta haber terminado el sacrificio; entonces, montado
en su carro, guiado por su conductor Mirtilo, saldría él en pos de su rival,
lanza en mano, y si lograba alcanzarlo tendría el derecho de traspasarlo con
el arma. Al enterarse de esta condición, los muchos pretendientes que aspiraban
a la mano de Hipodamía, prendados de su belleza, sintieron nacer en ellos la
confianza, pues tenían todos al rey Enomao por un viejo senil que, consciente
de su incapacidad de ganar la apuesta, concedía adrede a los jóvenes aquella
ventaja tan enorme, con objeto de poder luego justificar su probable derrota
con aquel acto de generosidad. Así acudieron a Elide uno tras otro y,
presentándose al soberano, solicitaron de él la mano de su hija. Recibióles el
Rey amablemente, cedióles a cada uno una hermosa cuadriga para la prueba y
fuese él a efectuar el sacrificio del carnero, sin prisa ninguna. Subióse luego
a un ligero carro que llevaba enganchados a la delantera sus dos corceles Fila
y Harpina. más veloces que el Bóreas. Con ellos alcanzó a cada uno de los
pretendientes mucho antes de llegar a la meta, y uno a uno les fue traspasando
el cruel viejo con su lanza. De este modo había dado ya muerte a más de doce de
los participantes, pues siempre los alcanzaba con sus rapidísimos caballos.
He
aquí que Pélope, que se dirigía en busca de su amada, había desembarcado en la
península que andando el tiempo debía llevar su nombre (Peloponeso). No tardó
en oir lo que sucedía en Elide con los pretendientes. Llegada la noche,
encaminóse a la orilla del mar e invocó a su dios protector, el poderoso
Posidón que blande el tridente, quien salió de las olas atendiendo a su ruego.
«Dios prepotente —imploró—, si gratos te son los dones de la diosa del Amor,
desvía de mí la férrea lanza de Enomao, condúceme a Elide por los caminos más
rápidos y guíame a la victoria. Pues el Rey ya ha perdido a trece hombres
enamorados y aún sigue aplazando constantemente la boda de su hija. Un gran
peligro no es para los hombres pacíficos; yo estoy decidido a afrontarlo. Pues
quien debe morir, ¿qué interés puede tener en aguardar una vejez oscura, ayuno
de todo honor? Por esto quiero librar el combate; dame tú el éxito apetecido».
Tal
fue la súplica de Pélope; y no resultó vana. Pues de nuevo se agitaron las
aguas y un brillante carro de oro con cuatro alados corceles, veloces como
flechas, surgió de las olas. Montó en él Pélope de un salto y, guiando a su
gusto, echó a volar con el viento hacia Elide para tomar parte en la competición.
Cuando Enomao le vio llegar quedó aterrorizado, pues a la primera mirada
reconoció el divino tronco del dios de los mares. No obstante, no se negó a
medirse con el joven en las condiciones estipuladas, confiando en la ligereza
maravillosa de sus propios caballos, que al propio viento superaban. Una vez
los de Pélope hubieron descansado de su viaje a través de la península,
lanzóse el joven a la carrera y ya se hallaba muy cerca de la meta cuando el
Rey, terminado el acostumbrado sacrificio del carnero, y partido a su vez,
estaba a punto de alcanzarle y blandía ya la lanza para asestar al temerario
pretendiente el golpe mortal. Entonces Posidón, que protegía a Pélope, hizo que
en plena carrera las ruedas del carro real se soltasen de los ejes y el
cuadriyugo se desplomó. Enomao fue precipitado al suelo y murió de la caída en
el preciso momento en que Pélope llegaba al objetivo con su cuadriga. Al
volver atrás la mirada, vio que el palacio del Rey ardía en llamas; un rayo lo
había incendiado y destruido tan completamente que ni una sola columna quedaba
en pie. Pélope corrió a toda prisa a la casa abrasada y salvó del fuego a la
doncella.
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