Sísifo (Griega)


Sisifo, hijo de Éolo, el más astuto de todos los mortales, erigió y gobernó la magnífica ciudad de Corinto, situada en el angosto istmo que une dos países. Cuando Zeus robó a Egina, Sisifo, por motivos interesados, lo descubrió al padre de la rap­tada, el dios-río Asopo, a cambio de la promesa de éste de hacer brotar una fuente en el castillo de Corinto. Y, efectivamente, Asopo hizo nacer de la roca el famoso manantial que se llamó Pirene.
Decidió Zeus castigar al traidor y le envió a Tánatos, la Muerte; pero Sísifo supo sujetarla con fuertes ligaduras, de modo que nadie podía morir en la Tierra, hasta que por fin llegó el fuerte dios de la guerra Ares y libertó a la Muerte, la cual llevóse a Sísifo a los infiernos. Éste, sin embargo, había ordenado a su esposa que no celebrase el sacrificio de los difuntos; Hades y Perséfone se encolerizaron por ello y se dejaron persuadir por Sísifo a devolverle al mundo de los mortales para amonestar a su negligente consorte. Habiendo escapado así del reino de las sombras, no pensó ya en volver a él, sino gozar de la vida. Pero, estando sentado ante un suculento banquete, satisfecho con el éxito de su treta, vino la Muerte de repente e, inexorable, se lo llevó nuevamente a los infiernos, donde le estaba reservado el siguiente castigo: valiéndose de pies y ma­nos, tenía que arrastrar un enorme bloque de mármol desde el llano hasta la cima de una colina. Pero cuando creía haberlo empujado hasta la cumbre, escapábasele la carga, y la pérfida roca volvía a rodar hasta el pie del monte. Y así debía el atormentado pecador comenzar de nuevo una y otra vez la ímproba tarea de subir la piedra, mientras un sudor de angustia le fluía de todos los miembros.
Fue nieto suyo Belerofonte, hijo del rey de Corinto, Glauco. Un homicidio cometido impremeditadamente forzó al joven a huir a Tirinto, donde reinaba Preto, el cual recibióle bondado­samente y le eximió de su culpa. Los inmortales habían dotado a Belerofonte de gentil figura y viriles virtudes, y una y otras encendieron en la esposa de Preto, Antea, un amor pecaminoso que la incitó a seducirle. Pero Belerofonte, joven de alma noble, negóse a ceder a sus solicitaciones, por lo que el amor de Antea se trocó en odio. Ideando una calumnia para perderle, presen­tóse a su marido y le dijo:
—Da muerte a Belerofonte, esposo mío, si no quieres tener tú un fin deshonroso, pues el pérfido me ha declarado su peca­minoso amor y me ha incitado a faltar a la lealtad que te debo.
Al oír esto el Rey, sintióse dominado por unos celos ciegos. Sin embargo había querido tanto al prudente mozo, que renunció horrorizado a la idea de matarle. Buscó, empero, el modo de perderle, a cuyo efecto envió al inocente a su suegro Yóbates, rey de Licia, con una tablilla que. a modo de carta de recomendación, debía entregar al Monarca a su llegada y que contenía ciertos signos por los cuales pedía a su pariente que mandase ejecutar al portador del mensaje. Sin recelo emprendió Belero­fonte el viaje, pero los dioses providentes acogiéronle bajo su protección. Cuando, después de atravesar el mar, hubo llegado a Asia, a orillas del hermoso río Xanto, es decir, a tierras de Licia, presentóse al rey Yóbates. quien, príncipe de viejo cuño bondadoso y hospitalario, recibió al noble extranjero sin preguntarle quién era ni de dónde venía. Su apuesta figura y sus modales principescos le bastaron para persuadirle de que no albergaba a un huésped ordinario, honró al joven de mil maneras, daba todos los días una fiesta en su obsequio y cada mañana ofrecía a los dioses un toro en sacrificio.
Transcurrieron así nueve días, y sólo cuando la aurora del décimo mostrábase en el cielo, preguntó el Rey a su huésped su procedencia y sus propósitos. Comunicóle entonces Belerofonte que venía de parte de su yerno Preto y le entregó la tablilla. Al reconocer el rey Yóbates los signos de muerte, sintió terror en el fondo del alma, pues en él había nacido un gran afecto hacia el noble mozo. No obstante, le era imposible pensar que su yerno hubiese condenado al infeliz a la pena de muerte sin algún motivo muy poderoso; creyó, por lo tanto, que éste debía de haber cometido algún delito merecedor de tal pena; pero tam­poco él pudo resolverse a quitar sin más la vida al hombre que llevaba tantos días siendo su huésped, y que con su conducta se había hecho acreedor a toda su estima. Así pensó en enviarle a empresas en las cuales forzosamente habría de sucumbir.
En primer lugar le confió la misión de dar muerte a la Quimera, monstruo que devastaba la Licia y que no era de constitución humana, sino divina. Habíanla engendrado el atroz Tifón y la gigantesca serpiente Equidna. Por la parte anterior era león, por la posterior un dragón y por el medio una cabra; de sus fauces salía fuego, un terrible hálito de fuego. Los mismos dioses se apiadaron del inocente muchacho al ver el peligro a que se exponía y así le enviaron, cuando caminaba en busca del monstruo, el inmortal caballo alado Pegaso, fruto de la unión de Posidón con Medusa. Pero, ¿cómo podría servirse de él? Jamás el divino corcel había llevado sobre sus lomos a un jinete mortal; no se dejaba coger ni domar. Fatigado de sus inútiles esfuerzos, el joven se había quedado dormido junto a la fuente de Pirene, donde encontrara al caballo. Apareciósele entonces en sueños su protectora Atenea: de pie, delante de él, un precioso freno ador­nado de oro en la mano, díjole:
—¿Cómo duermes, vastago de Éolo? Toma esta herramienta que doma los corceles; ofrece en sacrificio un hermoso toro a Posidón y utiliza el freno.
Tales fueron las palabras que el héroe creyó oir en sueños; después la diosa agitó su oscuro escudo y desapareció. El mozo despertóse y, levantándose de un brinco, tendió la mano para coger el freno. Y ¡oh milagro!, el freno que había sujetado en sueños, estaba real y verdaderamente en su mano.
Entonces Belerofonte buscó al adivino Pólido y le contó su visión y el prodigio que le había seguido. El adivino le aconsejó que cumpliese al punto las instrucciones de la diosa, sacrificase a Posidón el toro y elevase un altar a su protectora Atenea.
Efectuado ya todo ello, Belerofonte pudo capturar y domar sin dificultad al alígero caballo y, poniéndole el freno de oro, montó sobre él después de haberse cubierto con una férrea armadura. Entonces fue cuando, descendiendo disparado a través de los aires, dio muerte a la Quimera a flechazos.
A continuación Yóbates lo envió a pelear contra el pueblo de los solimos, belicosa raza que moraba en las fronteras de Licia; y cuando, contra lo que cabía esperar, hubo superado felizmente la durísima lucha, fue enviado de nuevo contra el ejército de las amazonas, un pueblo de mujeres guerreras. Como también de esta campaña regresara indemne y vencedor, el rey, deseoso de satis­facer de una vez el deseo de su yerno, preparóle una emboscada en la ruta de retorno, escogiendo al efecto a los hombres más valerosos de toda Licia. Pero ninguno de ellos regresó, pues Bele­rofonte dio muerte a todos los que le habían acometido, hasta el último.
Reconoció entonces el Rey que el huésped a quien albergara no era un criminal, sino un favorito de los dioses, y, en vez de seguir persiguiéndole, le retuvo en su reino, compartió con él el trono y le dio por esposa a su hermana hija Filónoe. Los licios le cedieron los mejores campos y plantaciones para que los cultivase, y su esposa le dio tres hijos, dos varones y una hembra.
Pero la felicidad de Belerofonte había llegado a su término. Su hijo mayor, Isandro, si bien creció hasta convertirse en un fornido héroe, cayó luchando contra los solimos. La hija, Laodamía, sucumbió a una flecha disparada por Ártemis, después que hubo dado a luz a un vastago de Zeus, el héroe Sarpedon. Sólo su hijo menor, Hipóloco, vivió y alcanzó una edad avan­zada; fue famoso y a su vez envió a la guerra de los troyanos contra los griegos a su heroico hijo Glauco, a quien acompañó su primo Sarpedon, al frente de una magnífica hueste de licios, en ayuda de Troya.
En cuanto a Belerofonte, vuelto orgulloso por la posesión del inmortal corcel alado, quiso subirse al Olimpo y, aunque mortal, penetrar en la asamblea de los inmortales. Pero el mismo divino caballo se opuso a tan temeraria empresa y, encabritándose en pleno espacio, arrojó al suelo a su terrenal jinete. Cierto que Belerofonte se rehizo de la caída, pero, odiado desde aquel día por los celestiales y sintiendo vergüenza ante los humanos, anduvo errante y solitario, esquivando el encuentro con los hombres y fue extinguiéndose a lo largo de una vejez ignorada y pesarosa.
Sisifo y Belerofonte

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