Filemón y Baucis (Griega)
En
una colina del país de Frigia vive un roble milenario y, a su lado, un tilo de
la misma edad; ambos están rodeados de un viejo muro. Algunas coronas penden de
las ramas de la vecina pareja y no lejos de ella un lago pantanoso extiende
sus aguas encharcadas. Lo que en otros tiempos fue tierra habitada, es ahora
mansión de somorgujos y garzas. Un día llegaron a aquella comarca Zeus y su
hijo Hermes, provisto éste de su caduceo, pero no del alado casco. Habían
adoptado la figura humana para poner a prueba la hospitalidad de los hombres;
por eso llamaron a mil puertas en demanda de cobijo para la noche; pero el
carácter de los habitantes era duro y egoísta, y los celestiales no hallaron
acogida en ninguna parte.
Pero
he aquí que una diminuta cabana se levantaba en el extremo del pueblo, baja y
reducida, con tejado de paja y cañas. Sin embargo, en ella moraba un matrimonio
feliz, el anciano Filemón y su esposa Baucis, de igual edad que él. Allí habían
visto transcurrir juntos la alegre juventud y allí habían encanecido a un
tiempo sus cabellos. No ocultaban su pobreza y soportaban con buen ánimo su
mezquina suerte, contentos y apacibles, unidos por un amor sincero, aunque sin
hijos, compartiendo solos la humilde choza.
Al
acercarse las altas figuras de los dioses a la pobre cabana y cruzar, agachando
la cabeza, la baja puerta, salióles al encuentro, con un cordial saludo, la
honrada pareja. El anciano les ofreció un asiento que Baucis se apresuró a
cubrir con toscas telas. La viejecita corrió al hogar y revolviendo las tibias
cenizas en busca de un rescoldo, amontonó maderitas y ramillas y soplando
débilmente avivó la llama de entre la humareda. Trajo luego leña partida y la
puso bajo el pequeño caldero que colgaba encima del fuego. Entretanto, Filemón
había ido al bien regado huerto por unas berzas, que mi mujer deshojó
diligentemente y, descolgando luego con una horquilla de doble púa un lomo de
cerdo ahumado que pendía del ennegrecido techo del aposento (lomo que llevaban
mucho tiempo guardando para alguna ocasión solemne), cortó un buen pedazo y lo
echó en el agua hirviendo. Para que a los forasteros no se les hiciera larga la
espera, esforzándose en entretenerlos con una charla inocente. Además vertieron
agua en el barreño de madera para que sus huéspedes pudiesen refrescar los
pies.
Con
amable sonrisa aceptaron los dioses lo que tan amorosamente se les ofrecía, y
mientras descansaban sus pies en el agua, sus buenos anfitriones les preparaban
el diván. Ocupaba éste el centro de la habitación; el colchón estaba relleno de
juncos, las patas y el armazón eran de mimbre; pero Filemón trajo tapices que
sólo para días de fiesta se reservaban —¡ay! también eran ya viejos y gastados,
a pesar de lo cual los divinos huéspedes se sentaron gustosos sobre ellos para
saborear la comida, ya preparada. Pues entonces la viejecita. arregazada y con
mano temblorosa, colocó la mesa de tres pies delante del diván y, viendo que no
se sostenía con la debida firmeza, introdujo un casco debajo de la pata corta;
luego perfumó la tabla frotándola con hierba buena y sirvió los manjares. Había
aceitunas, cerezas silvestres de otoño, confitadas en un jugo espeso y
transparente; achicoria, remolacha, un queso rústico y huevos cocidos al
rescoldo. Todo lo sirvió Baucis en vasijas de loza; trajo luego un pintado
jarro de alfarería y un bien tallado vaso de madera de haya, alisado
interiormente con cera amarilla. No era ni muy añejo ni demasiadamente dulce el
vino que trajo el honesto anfitrión. A continuación vinieron del hogar las
viandas calientes; las copas fueron retiradas con el fin de dejar sitio para el
postre. Fueron servidas nueces, higos y dátiles pasos, dos cestitas con
ciruelas y aromáticas manzanas, y no faltaron tampoco uvas de la purpúrea
parra; destacábase en el centro un blanco panal de miel. Pero la mejor salsa de
la comida fueron sin duda las caras hospitalarias y bondadosas de los
excelentes viejos, en las que se reflejaban la liberalidad y el candor.
Mientras
todos se recreaban saboreando las viandas y las bebidas, Filemón observó que, a
pesar de que se llenaban una y otra vez las copas, el jarro nunca se vaciaba y
el vino llegaba en todo momento hasta el borde. Entonces comprendió, con pasmo
y sobresalto, a quiénes albergaba. Lleno de angustia, él y su anciana compañera
rogaron a sus huéspedes, con los brazos levantados y bajada humildemente la
mirada, que considerasen con benignidad aquel pobre convite y no se ofendieran
por lo defectuoso del acogimiento. ¡Ah!, ¿qué podían ofrecer a los celestiales
huéspedes? Pero, ¡sí! Fuera, en el pequeño corral, tienen una oca, la única; la
sacrificarán en seguida. Salen ambos corriendo, pero el animal es más ligero
que ellos; con chillidos y aletazos escapa al jadeante viejo, forzándole a
correr en todas direcciones, hasta que por fin se mete en la casa y va a
refugiarse detrás de los forasteros, como pidiéndoles protección. Y la
protección le fue concedida; los invitados, saliendo al paso del celo de los
ancianos, dijéronles con labios sonrientes:
—¡Somos
dioses! Para probar los sentimientos hospitalarios de los humanos descendimos a
la Tierra. Vuestros vecinos se mostraron desalmados y no escaparán al castigo;
en cuanto a vosotros, dejad esta casa y seguidnos a lo alto de la montaña, para
no sufrir sin culpa la sanción que aguarda a los culpables.
Los
viejos obedecieron; apoyándose en sus bastones, emprendieron penosamente la
subida del empinado monte. Faltábales aún un tiro de flecha para llegar a la
cúspide, cuando, volviendo atrás los ojos, vieron toda la campiña convertida en
un mar tumultuoso; de entre todos los edificios, sólo su casita emergía aún.
Mientras contemplaban atónitos aquel espectáculo, deplorando la suerte de los
demás, he aquí que la pobre y vieja cabana se transformó de pronto en un
esbelto templo; sostenido sobre columnas, brillaba la dorada techumbre y el
suelo era de mármol.
Entonces
Zeus dirigióse con semblante bondadoso a los viejos, que temblaban, y les dijo:
—Decidme,
tú, probo anciano, y tú, su digna esposa, ¿cuál es vuestro mayor deseo?
Después
de cambiar unas pocas palabras con su compañera, respondió el hombre:
—¡Quisiéramos
ser tus sacerdotes! Concédenos la merced de guardar aquel templo. Y puesto que
tantos años hemos vivido en plena armonía, haz que los dos muramos a la misma
hora; de este modo no tendré yo que ver nunca la tumba de mi esposa querida, ni
tendré que ser sepultado por ella.
Su
deseo fue realizado. Ambos fueron los guardianes del templo durante el resto de
su existencia, y cuando un día, curvados bajo el peso de los años, se
encontraban juntos ante las gradas del altar pensando en su maravilloso
destino, de pronto vio Baucis a Filemón y Filemón a su Baucis transformarse en
verde follaje y en torno a sus rostros levantáronse sendas umbrosas copas.
—¡Adiós,
querido!
—¡Adiós,
amada! —estuvieron repitiéndose mientras les quedó aún voz.
Y
así terminó la digna pareja, él metamorfoseado en roble, ella en tilo, y allí
continúan juntos en la muerte, inseparables como lo fueron en vida. Son como
dioses los que amaron a los dioses, y quien fue piadoso merece nuestro piadoso
homenaje.
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