Llano del Diablo (Mexicana)


Iba un grupo de guerrilleros buscando descanso en algún rancho, a la caída de una tarde serena, por una llanura extensa, pedregosa, llena de secos matorrales, con paso tardo y aspecto agotado. Los acompaña el jefe, que airosamente cabalga al lado de ellos. Lleva el sombrero bordado en plata y oro y la camisa color escarlata ; la pistola a la cintura, el sarape colorinesco sobre las piernas y el fuste duro incrustado. De tanto en tanto, de oye el canto de algún soldado; y las banderolas rojas flotan en lo alto de las lanzas.
Va quedando una estela de polvo en los improvisados caminos, relinchan los caballos adivinando el rancho próximo, y contesta el ladrido lejano de los perros. Ya más cerca, los moradores del rancho salen a encontrarlos, curiosos. Allí hacen alto los soldados, para pasar la noche.
Ya oscurecido, se encienden las fogatas que iluminan los techos cubiertos de enredaderas. Y los soldados entonan sus tristes cantos de amores, luchas y ausencias. Poco a poco se acallan las voces, y sólo se oye el viento que gime entre las malezas. Todos duermen, menos el jefe que vigila, alerta. El silencio es profundo, parece que el mundo entero duerme. De repente, un rumor lejano empieza a oírse, y va creciendo y acercándose. Parece que la gran llanura cruje, y el suelo se estremece, como si un corcel sin freno avanzara precipitadamente. Luego se transforma en un verdadero huracán, que llegara desencadenado.
El guerrillero se inquieta, quiere despertar a su tropa, porque, sin duda, el enemigo llega. Pero el ranchero lo detiene por un brazo. Conoce el ruido, lo oye cada noche. Y le hace una seña al guerrillero para que mire lo que va pasando frente al rancho. Y el soldado ve en aquel instante cómo cruza más veloz que el pensamiento un corcel desbocado, que va deshaciendo zarzales, destrozando ramas secas y haciendo saltar chispas de fuego de los pedernales del llano. Al fin, se lo ve desaparecer entre unas peñas.
—¡Dios nos valga! —dice el guerrillero.
El ranchero comprende su miedo; así lo sentía él, al principio, y todos los habitantes de la llanura. Pero ya estaban acostumbrados y lo veían con calma. Y le contó la historia, para que no olvidara aquella noche que el destino les había deparado pasar juntos bajo el cielo estrellado.
—En otros tiempos — contó el ranchero — éste fue un campo hermoso, lleno de colores y armonías. Había ríos y bosques de limoneros y plantas y flores. Zumbaban las abejas, cantaban los jilgueros, se arrullaban las palomas y temblaban gozosas las mariposas blancas. Había arroyos y lagos y bellas palmas. Y una vez vino aquí un hombre viejo, a establecerse, que traía una hija joven-cita, bella y encantadora. Él era adusto y callado, la niña, alegre, jovial y obediente. En pocos días, como obra de hechicería, estuvo hecha la casa en que habían de vivir. No tenían pastores, ni servidores de ninguna clase y al poco tiempo sus rebaños eran numerosos, mansos, y no mostraban temer la presencia del tigre.
El viejo estaba siempre en relación con brujas y hechiceras, y en noches de tormenta, toda la corte del demonio se reunía en estos parajes. Nadie se atrevía a pasar por aquí, porque se veían pasar las brujas por los aires y se oían satánicas carcajadas que helaban la sangre de espanto. Entre los árboles se oían gritos lastimeros, porque según contaban las gentes sacrificaban con frecuencia a niños recién nacidos que traían las brujas de muy lejos. Así pasaba el tiempo para el viejo, entre maldades y manejos misteriosos.
La jovencita era pura y tan cristiana, que jamás pudieron doblegarla los espíritus malignos. Vivía triste y apartada, pero su belleza le hacía traición, porque todos la admiraban y sentían envidia de su pureza.
Enamoróse de ella el mismo demonio y la pidió en matrimonio al padre, que pactó con el Maligno el horrendo sacrificio de su hija. Fijan el lugar y el tiempo de la boda, sin decirle nada a la muchacha, porque sabía que en aquel asunto no habría que contar con su obediencia. Para obligarla en el momento oportuno, contaban con todo el poder del infierno.
Llegada la noche escogida por Satán, se reúne toda la corte de brujas y hechiceros para celebrar la fiesta con infernal pompa. Bajan de la sierra lejana los fantasmas, surgen otros de la tierra, llegan los dragones con alas de murciélago y toda clase de horrendas alimañas. Es tan grande el rumor y el zumbido por los aires, que los pocos habitantes de la llanura se despiertan aturdidos y asombrados.
La jovencita se refugia en su retiro, sin atreverse ni a respirar, asustada con todos aquellos ruidos que la perturban. Contra su pecho oprime una crucecita de madera, que ha hecho con dos ramitas, mientras reza afligida pidiendo a Dios ayuda y protección. Y de pronto, oye que se abre la puerta y siente que la agarran brazos desconocidos y se la llevan afuera. La niña conserva su cruz entre las manos y, besándola fervorosamente, implora el socorro divino.
Al oír el nombre de Dios pronunciado en voz alta, los espíritus malignos retroceden y nadie se atreve a acercarse a ella, ni al símbolo que empuña enloquecida de espanto, Al i ver cómo se retiran, ella recobra alien-¦ tos y esperanza, pero en seguida ve ! a su padre que aparece para arrebatarle la cruz.
La joven corrió hacia la llanura perseguida por el viejo, sin dejar de rezar. Siente cada vez más cerca los pasos de su padre, que parece que al fin ha de alcanzarla. Y con más desesperación reza e implora. De repente, llega un caballo blanco en rápida carrera y se humilla a sus plantas. Sin pensarlo, la joven salta sobre la i silla y se entrega en manos de Dios. El caballo la lleva a través de la llanura, como si fuera una estrella fugaz. Al instante, desaparecen más allá de las montañas. Los monstruos intentaron volar tras ella, dando aullidos espantosos, pero en aquel momento un rayo terrible deslumhra el espacio y los truenos retumban por toda la llanura. De las nubes llovió fuego, en vez de agua, y se secaron las fuentes y los arroyos, se quemaron los árboles y las plantas, murieron los ganados y desaparecieron las aves y las mariposas. Los espíritus malignos desaparecieron con Satán en las entrañas de la tierra. Y el viejo y su casa no existían a la mañana siguiente.
Al alba, en una iglesia de Méjico, vieron arrodillada, rezando ante el altar mayor, a la niña de la llanura. Sólo un milagro pudo hacerla llegar allí, desde tan lejos, en tan poco tiempo.
Al terminar su relato el ranchero, brillaba esplendente el lucero de la mañana. Se levanta la tropa, aprestan las cabalgaduras, y salen de nuevo a la ventura. El jefe, delante, contempla la árida extensión y mira atento las negras piedras entre las cuales pasan. Y comprende por qué, desde los tiempos de la conquista, se llamó siempre el Llano del Diablo.

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