Tragantía (Ibérica)

Cuenta la leyenda que en el castillo de La Yedra de Cazorla, vivía un rey moro que tenía una joven y hermosa hija. Por aquel tiempo las tropas cristianas del arzobispo de Toledo[1] avanzaban inexorablemente devastando la campiña, en dirección a Cazorla, sin que nada ni nadie pudiera impedirles el paso. Para evitar la devastación que sufrieron en Quesada el año anterior, permitió que sus súbditos huyeran. En el castillo solo quedaba la escolta real y el rey.[1] Una tarde, cuando el sol se ponía en el horizonte, llegó un espía con la mala noticia de que un ejército numeroso y bien equipado se encontraba a una jornada, y de que no podrían resistir ni al primer ataque. El rey moro, pensativo y muy serio, comprendió que había llegado el momento que había estado temiendo desde hacía tiempo, desde que tuvo la primera noticia de que los cristianos habían cruzado las fronteras, pero en su interior había mantenido la esperanza de que se dirigirían hacia otro lugar. Había llegado el momento de prepararse para abandonar el castillo.
- Nos llevaremos todo lo que podamos - dijo - y volveremos cuando se hayan marchado. Dejaremos aquí a mi hija, por si nos persiguen y nos alcanzan en campo abierto, pues no quiero correr el riesgo de que la ultrajen, ni que sea una esclava el resto de su vida.
El rey moro hizo llamar a su hija, y le dijo:
- Hija mía, te quedarás aquí escondida en el sótano secreto; estarás segura. Nosotros volveremos en cuanto ellos se marchen.
El día de San Juan, en lo más profundo del castillo, en una pequeña habitación subterránea secreta, dejó a su hija, con suficientes víveres para varias semanas, cerrando la entrada con una gran losa disimulada entre el pavimento. El rey moro y los cuatro soldados que le ayudaron a poner la losa, fueron los últimos en abandonar el castillo, presintiendo la inminente llegada del enemigo. Una última mirada al lugar donde dejó su corazón, propició que una invisible lágrima resbalara hasta el fondo de su alma.
Al poco tiempo, una lluvia letal de flechas sorprendió a los jinetes. Los cinco murieron, y con ellos el secreto del castillo de La Yedra.
Las huestes cristianas llegaron a Cazorla y a su deshabitado castillo, reforzaron las defensas, y ya no se marcharían jamás de esta tierra de ensueño. Transcurrieron los días, las semanas y los meses, y los víveres se acabaron en el refugio. La hija del rey bebía el agua que goteaba al filtrarse entre la tierra, y comía los insectos que buscaban refugio en el subsuelo. La incapacidad de moverse en aquel reducido espacio, y la viscosidad de las húmedas paredes, propiciaron que sus extremidades inferiores se fueran uniendo y adquiriendo forma alargada y redondeada, con escamas como los reptiles. Mientras se producía la metamorfosis se escuchaban terroríficos lamentos que atemorizaban a los nuevos moradores del castillo y a todos los habitantes de Cazorla, rasgando el silencio de las noches.
En una de las torres del castillo, hay una pesada losa con una pesada argolla de hierro. Bajo ella hay una escalera subterránea que se dirige al habitáculo subterráneo donde se escondía la princesa andalusí.[1]
Desde entonces, en la noche de San Juan, los niños de Cazorla se apresuran a ir a la cama y estar dormidos antes de que el reloj toque las doce campanadas de la media noche, para que no se cumpla la letra de la fatídica canción que todos conocen, y que dice así:
Yo soy la Tragantía,
hija del rey moro;
el que me oiga cantar,
no verá la luz del día
ni la noche de San Juan.
Si un niño escucha esta canción, el monstruo lo devora. Por eso la gente menuda procura irse a la cama y estar dormida muy temprano.

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