Las orejas del conejo (Mexicana)
El
conejo no ha sido siempre como ahora. No tenía los ojillos saltones, ni grandes
y largas las orejas. Era un animalito pequeño e inteligente y no muy resignado
con su tamaño.
Un
día, en virtud de las reglas mágicas que poseía, subió al cielo y pidió a Dios
que aumentase sus proporciones, y Dios le prometió satisfacer sus deseos si le
llevaba cuatro pieles: una de tigre, otra de mono, otra de lagarto y otra de
culebra.
El
conejo volvió a la tierra y se fue derecho en busca del tigre. Le contó cómo
había subido al cielo y cómo había visto a Dios, y también le dijo que éste le
había anunciado que se avecinaba un terrible huracán que arrasaría la tierra;
pero que él, gracias a su pequeño tamaño, nada temía, pues le sería fácil
cobijarse en algún agujero. El tigre sintió un gran temor al verse en peligro,
y entonces el conejo le propuso un medio para protegerse del huracán. Él mismo
le ataría al árbol más robusto y el viento no podría arrastrarle. El tigre se
dejó convencer y atar al árbol, y cuando estuvo bien sujeto, el conejo, con un
garrote, le golpeó en la cabeza hasta que le mató. Después, con un cuchillo, le
quitó la piel y se la llevó a su casa.
Una
vez conseguida la primera piel, el conejo se dispuso a buscar la segunda.
Marchó a una tienda y compró jabón, un espejo y una navaja de afeitar, y
provisto con todo ello volvió al bosque. Pronto encontró a unos monos
encaramados en un árbol. El conejo colgó el espejo del tronco, se enjabonó la
cara y, a la vista de los monos, se afeitó, pasándose luego por el cuello el
borde no afilado de la navaja. Dejó después todos los útiles en el suelo y
simuló alejarse.
Pronto
uno de los monos bajó del árbol e imitó todos los movimientos que el conejo
había realizado. Pero al llegar el momento de pasarse la navaja por el cuello,
lo hizo con el borde afilado, de modo que se degolló. El conejo regresó, le
quitó la piel y, muy satisfecho, se la llevó.
En
un aguacho que estaba por allí cerca vivía un fiero lagarto, que no dejaba a
ningún animal acercarse a beber en sus dominios. Allí se fue el conejo, con un morro (1)
redondo en las manos y propuso al lagarto que jugase con él. El lagarto aceptó,
y mientras la pelota iba de uno a otro, el conejo cavilaba sobre cuál sería el
mejor sitio donde descargar el golpe. Por fin se decidió y dio al lagarto un
tremendo porrazo, con el morro, en la frente. Pero el lagarto no murió, sino
que se volvió al agua, enfurecido.
—Si
me hubieras dado en el arranque de la cola —gritó amenazador—, me habrías
matado.
El
conejo no se intimidó por eso. Retuvo cuidadosamente estas palabras, y al día
siguiente volvió al aguacho. Propuso al lagarto jugar de nuevo y le prometió no
hacer nada malo con tanta habilidad, que el lagarto aceptó, no sin una cierta
desconfianza. Esta vez el conejo no equivocó su golpe y consiguió darle un
fuerte pelotazo, mientras jugaban, en el nacimiento de la cola. El lagarto
murió al momento y su piel fue a reunirse con las del tigre y el mono.
El
conejo estaba contentísimo de su éxito. A la mañana siguiente salió de nuevo y
quiso la suerte que se tropezase con una culebra. Intentó ésta morderle; pero
el rápido y vivo animal logró clavarle las uñas en los ojos y matarla. Le quitó
la piel y volvió a su casa; la unió a las restantes, impacientemente, y subió
al cielo.
Cuando
Dios oyó el relato de cómo las había conseguido, montó en cólera, cogió al
conejo por las orejas y lo azotó hasta que sus ojos saltaron. Y no quiso
aumentar su tamaño, porque, si siendo pequeño hacía tales cosas, era de temer
que fuesen peores las que realizase cuando fuese grande.
Y
así, volvió el conejo a la tierra, con sus orejas estiradas y los ojillos
saltones.
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