Cruz de Santa Catarina (Mexicana)
Vivía
en Méjico un viejecito llamado Juan Rodríguez de Berlanga en la más absoluta
soledad. Todos sus deudos habían ido desapareciendo poco a poco hasta quedar
completamente abandonado; sin embargo, su rostro no dejó de sonreír con
atrayente ingenuidad. Su casa estaba medio derruida y el huertecillo que la
circundaba, un tanto desaliñado y agreste, denotaba falta absoluta de cuidado.
A pesar de contar con tan pocos recursos, sentía un deseo irresistible de
levantar una Cruz en el atrio de la Iglesia de Santa Catarina. Obsesionado con
esta idea, recordaba las muchas cruces que se levantaban en Méjico en iglesias,
plazas y edificios, y citaba entre otras la de la catedral, llamada de Mañozca,
traída del pueblo de Tepeapulco, la soberbia de Santiago Tlatelolco, y la del
convento de San Francisco, hecha con el más alto ahuehuete de Chapultepec o
ciprés de Moctezuma. Decía para sí: «en mi iglesia de Santa Catarina, donde
recibieron el bautismo y descansan en paz los restos de mis padres y mi esposa,
no hay ninguna cruz. Además, ese templo está en donde estuvo el horrible y
carnicero Tezontlalamacayocan de los aztecas y quizá se encuentre ese dios
agazapado. «Pero — continuaba — soy tan pobre, que no tengo con qué levartar
esa cruz. Ni siquiera es mío este huerto, ni esta casucha, pues, a cuenta de
ellos, tuve que pedir dinero prestado para curar primero a mi mujer y más tarde
para enterrarla. Tan sólo me quedan dos perales, tan viejos como yo. ¡Qué puedo
hacer!» Pero, de pronto, replicó: ¡Ya tengo una idea! «¡Bendito sea Dios! Con
esos mismos parales haré la cruz que tanto he deséado». En efecto, tuvo hasta
para pagar al carpintero con el fruto de los árboles, y ya, por fin, se erigía
magnífica y airosa la cruz de madera en el atrio de Santa Catarina Mártir. Pero
su amor incesante a la Santa Cruz le hizo pensar en otra de hierro que rematara
la torre de la iglesia y, a pesar de su extrema necesidad y pobreza, vendió lo
poquísimo que le quedaba y llevó a cabo su propósito. Lo invadía el gozo y la
felicidad al contemplar aquellas dos cruces, pero sus ojos cansados no
acertaban a distinguir desde el suelo las filigranas de la cruz de hierro de la
torre. Una tarde soleada quiso contemplarla de cerca, y saltándose desdo la
torre, se encaramó en una bóveda de medio cañón.
El
sitio no permitía distraerse, pero don Juan no se cansaba de admirarla,
enternecido y arrobado. Entonces, con los ojos arrasados en lágrimas de felicidad,
cruzó sus brazos sobre el pecho, inclinó la cabeza y balbuceó una oración
aprendida de boca de su misma madre cuando era pequeño. Tras el recuerdo de su
madre, sintió vivos deseos de unirse con ella cuanto antes y la invocaba
repetidas veces y decía consolándose: «menos mal que ya mis años me van
acercando a tí». Alzó otra vez los ojos para contemplar de nuevo la cruz, pero…
tan ensimismado, que dio un fatal resbalón y, aunque intentó sujetarse, el
pobre viejo cayó, con un grito espantoso, dando vueltas en el vacío. Pero a
tierra no llegó, pues antes la cruz del atrio había extendido amorosamente
hacia delante sus brazos y lo habla recogido agonizante con el amor de una
madre. Al día siguiente, todo Méjico desfiló para contemplar al viejecito don
Juan, como adormecido en dulce sueño en los brazos de la Cruz del atrio de
Santa Catarina.
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