Las hadas y los espíritus del bosque (Celta)

A través de la tradición oral, transmitidas de madres a hijos nos han llegado la mayoría de las leyendas del mundo celta. Existió en una ocasión un hombre llamado Hugh King, cuyo rasgo principal era la bondad. Cierto día, víspera de Todos los Santos, se quedó a pes­car hasta muy tarde, mientras dejaba volar su imaginación pensando en los seres más fantásticos y soñando con hadas y príncipes.
Cuando esperaba pacientemente que los peces picaran, vio pasar por el camino a una gran multitud de personas que apresuradamen­te recorrían la zona, mientras reían y cantaban, portando enormes cestos y bolsas.
Sin dudarlo un momento, el joven Hugh King se dirigió a ellos, ya que su curiosidad era mayor que el recelo que pudiera sentir, así después de constatar lo alegres que parecían, preguntó a uno de los hombres que formaba el cortejo por su lugar de destino. «Vamos a la feria», fue la respuesta que obtuvo del hombre que iba extravagante­mente vestido con un tricornio en la cabeza y calzado con unas botas doradas. Otro de los risueños componentes del desfile, le invitó a unirse a su marcha: «Ven con nosotros y comerás, beberás y bailarás como nunca lo has hecho».
Viendo lo alegres que todos parecían, Hugh se animó y les acom­pañó. Enseguida una mujer le encargó llevar su cesta y así fue con ellos hasta llegar a la feria, en un sitio oculto en el bosque. En ese lugar, la gente se había reunido para cantar y bailar, mientras se escuchaban a los mejores músicos que el muchacho había oído jamás con el sonido de las gaitas y las arpas surcando el aire; además, en la feria había otras actividades, en un rincón se habían colocado un grupo de pequeños zapateros que ejercían su oficio, en otra zona había dos adivinadoras y en el centro grandes mesas con los más maravillosos manjares.
Hugh estaba maravillado y su mayor deseo era dejar la cesta para bailar, ya que había visto a una hermosa muchacha de largos y sedo­sos cabellos del color del trigo, que estaba riéndose y bailando muy cerca de donde él se encontraba. Así fue como al dejarla en el suelo salió de su interior un viejecillo, un duende feo y deforme que asus­tó sobremanera al joven. Sin embargo, cuando habló fue para darle las gracias por lo bien que lo había transportado, explicándole las numerosas dolencias que le aquejaban y que le habrían impedido llegar hasta allí si él no le hubiese llevado en el cesto. Después de dar­le toda serie de explicaciones, el duendecillo insistió en pagar a Hugh por su trabajo, así le echó en las manos gran cantidad de guineas de oro, tras lo cual le dijo que fuera a pasarlo lo mejor posible y que no se asustara de nada de lo que oyera o viera.
Cuando Hugh se dirigió a la fiesta hizo lo que el duende le había recomendado, comió, bebió y bailó, mientras se lo pasa­ba en grande. Las horas fueron transcurriendo y Hugh fue dan­do señales de cansancio, cuando se recostó en un árbol para descansar y observar la evolución de la fiesta se le acercó un hombre de piel oscura y elegantemente vestido, seguido de un grupo de personas tan elegantes como él. El caballero lo primero que hizo fue coger a Hugh del brazo y luego le pre­guntó: «¿Sabes quién es esta gente? ¿quiénes son los hombres y mujeres que están bailando a tu alrededor? Mira bien y dime: ¿Estás completamente seguro que no les habías visto antes?», ante su insistencia Hugh empezó a fijarse en los que habían sido sus compañeros de bailes y risas, así pudo comprobar con estupor que muchos eran antiguos paisanos suyos que él sabía per fectamente que habían muerto tiempo atrás.
Entonces se dio cuenta que lo que él había considerado túnicas y ropajes vaporosos, en realidad se trataba de los blancos y largos suda­rios que envolvían a los muertos. Ante este horror, Hugh intentó es­capar de ellos, pero no pudo ya que se pusieron en círculo a su alrede­dor, bailaron y se rieron; luego lo tomaron de los brazos e intentaron atraerlo a la danza; mientras la risa se transformó en un agudo chillido que parecía perforar su cerebro para intentar matarlo, hasta que exá­nime cayó al suelo desmayado, en una especie de trance.
Cuando despertó al día siguiente estaba tendido en el suelo, den­tro de un viejo círculo de piedra que había a las afueras de su aldea, mientras intentaba despejarse, observando el amanecer, oyó una se­rie de cantos siniestros y a lo lejos unas luces pálidas que se alejaban.
Hugh inició el regresó a su hogar, con el alma apesadumbrada, pues comprendió que lo que había observado era la celebración de las hadas y los espíritus de la fiesta de Todos los Santos, la única noche en que salían libremente de su encierro y que él, un simple humano, de­bería haberse quedado en casa para no estorbar su noche de fiesta.
Hadas

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