La calle Cuervo (Mexicana)
Vivía
en la ciudad de Méjico un extraño personaje llamado don Santiago Amándola, a
quien todo el mundo achacaba tratos con el diablo.
Este
viejo avaro tuvo un oscuro acabar. Su vida fue muy extraña. Transcurrieron sus
años en una elegante mansión, servido por muchos criados y rodeado de amigos,
casi siempre gentes maleantes. Ordinariamente iba vestido con harapos,
ufanándose de ir sucio y de presentarse inmundo en todas partes. Su cuerpo
despedía un repugnante olor y su aliento infectaba el aire en cualquier lugar
donde se hallase.
Los
mejores ratos los pasaba en su casa, con sus amigos, bebiendo y jugando. Los
gritos, risas y blasfemias de estas reuniones atronaban la calle. El tiempo
libre que le dejaban estas algazaras lo pasaba don Santiago con un pajarraco
negro: un cuervo, que vivía en su casa y era su confidente. Mantenían ambos
largos ratos de conversación. Don Santiago contaba al cuervo sus intimidades y
éste graznaba repetidas veces para darle a entender sus respuestas. Inclinaba
el cuervo la cabeza cuando asentía; la levantaba cuando quería escuchar con
mejor atención, y la ladeaba para demostrar su duda. Algunas veces, para negar
algo, sacudía las alas con fuerza, y en seguida lanzaba sus prolongados
graznidos. A menudo en estos coloquios el amo estallaba en enormes risotadas,
como si las contestaciones del cuervo fueran graciosas, mientras que otras
veces gritaba desaforado y le reprendía, dándole puñetazos.
De
esta manera, y por medio de este cuervo, decía don Santiago que el Señor le
arrojaba sus inspiraciones y le revelaba sus secretos. En todo esto, claro
está, no había más que burla y engaño; pero el señor Améndola tenía a todo el
mundo embaucado con estas extrañas pláticas, que se iban divulgando por todo el
barrio, con gran admiración de las gentes.
Don
Santiago llamaba a su cuervo Diablo. El nombre de Diablo sonaba a todas horas
en la casa. Si los criados o los amigos rompían o estropeaban algo, con
achacarle el estropicio al Diablo desaparecía el coraje de don Santiago y
mostraba un increíble contento. «Si lo hizo el Diablo, bien hecho está», decía.
Y con mano cariñosa le alisaba el negro plumaje.
Un
buen día la casa de Améndola apareció vacía. Su dueño y el cuervo, su
consejero, habían desaparecido. Los amigos y gentes que frecuentaban la casa
los buscaron afanosamente por la ciudad; pero todas sus pesquisas fueron en
balde. Don Santiago y su cuervo no aparecían. Después de registrar
cuidadosamente todo el caserón, dieron con una habitación cerrada. La llave de
esta habitación la había guardado siempre don Santiago, no consintiendo jamás
que nadie entrara en ella. Después de mucho forcejeo, lograron abrirla, y cuál
sería su asombro al encontrar en ella un gran crucifijo, unos azotes y algunas
plumas negras de cuervo! Todos pensaron que don Santiago debía de haber
empleado aquellos látigos para azotar al crucifijo. Efectivamente, examinado
todo aquello-minuciosamente, aparecieron manchas de sangre en el suelo y en la
cruz. Se trataba, sin duda, de un gran sacrilegio. Unos clérigos que examinaron
el caso afirmaron esta conjetura.
Con
la desaparición del señor Améndola, y con este extraño suceso, todos quedaron
amedrentados. La casa fue abandonada y pronto quedó convertida en ruinas. Las
gentes que pasaban junto a ella sentían un estremecimiento de terror y durante
la noche algunos vieron salir una trémula luz azulada por los balcones y
cuartea-duras del edificio en ruinas.
Pasados
dos años, los vecinos de la calle del Puente, que se extendía por detrás del
colegio de los jesuítas de San Pedro y San Pablo, se vieron desvelados por los
graznidos de un cuervo que se posaba en la baranda del puente cercano. Al
principio no repararon en él; pero como los persistentes ruidos se repetían
todas las. noches, se llegaron a preguntar de dónde habría salido aquel animal
cuyo graznido no cesaba hasta que se oían las doce campanadas del reloj,, que
le hacían levantar el vuelo.
Se
difundió el rumor por la ciudad y se pensó en el diabólico cuervo de don
Santiago Améndola. Esta sospecha se vio confirmada al observar que todas las
noches, a las doce, un cuervo se posaba en uno de los balcones del viejo
caserón, acicalaba sus plumas, lanzaba unos graznidos y acababa por
introducirse entre las-ruinas de la casa.
Todos
los días, cuando empezaba a oscurecer, el cuervo salía de las ruinas y se iba a
posar sobre la baranda del viejo puente, de donde lo espantaba la primera de
las campana-nadas de las doce.
Viendo
aquel extraño pájaro, que parecía escapado del infierno, las buenas gentes se
santiguaban y decían jaculatorias para alejarlo.
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